Tengo una vecina encantadora, además de darme tomates, espinacas, lechugas, limones... todo de su huerta, me cae bien. Tiene sesenta y cinco años y vive en la ciudad, a 20 minutos. Aquí suele venir todo el mes de agosto y parte de julio y, el resto del año, sólo los fines de semana pero no todos. Este es uno de los que ha venido y se queda hasta el domingo. Ayer, cuando llegamos a casa a eso de las siete de la tarde, me puse a hablar con ella porque estaba arreglando su jardín cerca de nuestra verja. Siempre hablamos un ratito. Tengo dos radares infalibles para saber cuando se acerca a nuestra finca: la conocen de sobra pero no le permiten acercarse mucho a sus dominios.
Es una mujer viuda desde hace cinco o seis años, cuando compramos el terreno vivía todavía su marido. Su ilusión era venir a vivir aquí cuando se jubilaran y por eso, con los ahorros conseguidos a base de muchos años de trabajo como emigrantes en Alemania, se hicieron una casa enorme, con muchas habitaciones, siempre pensando en su familia. Pero el destino se jugó sus ilusiones y cuando se iba a empezar a cumplir su sueño... él se fue; para siempre, claro. Ella ha aprendido a vivir independiente, digo aprender porque no lo había hecho nunca y ahora lo hace estupendamente bien; con sesenta años se sacó el carné de conducir porque su hija y nietos viven en otra provincia y quería ir a verlos cuando quisiera, tenía un coche pero le faltaba poder conducirlo. La verdad que ésto, a los 60, tiene mucho mérito. Ha conseguido ella sola mantener en perfecto estado de revista este caserón que fueron haciendo los dos y tiene el jardín precioso y la huerta muy cuidada y dando frutos. Cuando viene aquí, se pasa todo el día a ello... Siempre me dice hay que seguir, qué vamos a hacer si no?
Desde hace poco se ha echado un amiguete, se entretiene, van a comer juntos por ahí... pero eso sí, cada día que hablo con ella acabamos llorando juntas: su marido sale a relucir en nuestras conversaciones constantemente porque todavía lo tiene muy presente, aunque tenga este amigo, me recalca que ella siempre será la mujer de su marido. Uno nunca puede decir de este agua no beberé pero realmente, al oírla hablar, te das cuenta que es probable que así sea porque después de convivir durante más de cuarenta años con él, en España y en el extranjero, pasarlas canutas, ir, regresar... la unión que se crea no sé si será mayor que ninguna pero sí casi, casi indestructible, hasta que uno de los dos desaparece; y aunque empiece alguna otra relación agradable y que le haga sentirse bien, comprendo que siente que marido sólo hubo uno. A día de hoy, al menos. Se adoraban. Y claro, así me lo transmite en cualquier conversación y a la vez que se emociona ella, me emociono yo, y Chicho viene y no sabe si seguir ladrándole a ella por acercarse o consolarme a mi... Hoy no fue una excepción y para romper el momentodrama me dijo que iba a traerme unas espinacas, se lo agradecimos los dos, el perro y yo, así nos recompusimos y pudimos terminar hablando del tiempo. Una suerte de vecina, la verdad.
sábado, 2 de mayo de 2009
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1 comentario:
Que genial retrato. Ojala tu vecina pudiera leerlo.
Y que increible capacidad de amar.
Me dejas sin palabras, pero con una sonrisa grande grande...
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