Llegamos a Sevilla sobre las once de la mañana. Bien mandaos y dirigidos por Serafín. Somos en principio ocho parejas, luego se sumará algún hijo. Conocemos nada más a dos de ellos, los que nos animaron tanto a venir que no nos pudimos resistir; al irnos a la diez de la noche... será otra cosa. El capillita nos hizo la ruta perfectamente y completa, bien completa: entre paso y paso en las esquinas precisas de la ciudad, no en otras, tiene ya prevista una cervecita bien tirada con su jamón, derbueno por supuesto; en el siguiente unas croquetas de gambas con su fino, ahora a Sierpes, luego la Campana, ni recuerdo, y de fondo... venga mi arma, arriba, izquierda delante, derecha atrá, valiente... El sonido muchas veces son sólo los pasos de los costaleros. Para quedarse impactado, no hace falta nada más; la experiencia lo vale para todos, seas como seas, quien seas, en quien creas.
Es tan emocionante, tan, tan, que creo que quiero estar siempre en Sevilla un viernes santo. Los pelos se me ponen de punta, las lágrimas me saltan de los ojos, me asaltan: no puedo contenerlas. Mi in-law ni entiende nada de dioses ni lo pretende; en general, los demás del grupo tampoco, ni falta que hace, sus creencias se centran en estos momentos en sus finos y cañas con su jamón correspondiente, pero aún así está mudo. Todos lo están. Verdaderamente, aunque sólo sea una vez en la vida, merece la pena.
Hoy hace nada más y nada menos que nueve años de este viernes santo. Nueve. Y todavía hoy, sigo pensando que el año que viene me encontraréis en Sevilla en la madrugá, y veré nuevamente una recogida como la de aquel viernes. Mientras no vaya, seguiré pensando en cuando fui, no es lo mismo, pero me llega... hoy salí mística, mañana vuelvo si?
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